El mundo parece otro a las nueve de la mañana. Por la calle se mira distinto el andar de las personas, caminando como recién traídos a la vida, como pequeños soldados resueltos a ejecutar cada una de las instrucciones que hallaron dentro de la caja de cereales al servir el desayuno, portando orgullosos el uniforme para la jornada.
Las mujeres van con su cabello aún mojado que les baja por el cuello humedeciendo la blusa, todas miran a través de las sombras que han dispuesto en sus ojos, hablan con un lipstick combinado adecuadamente, abanican las calles con sus pestañas peinadas por el rímel. Al verlas no resulta difícil pensar que el clima pudiese haber cambiado por su culpa, que el aire frio haya nacido con el aleteo unísono de su mirada desparramada en la acera o en los teléfonos públicos o en los autobuses que han de llevarlas a sus destinos menos lúdicos pero más remunerativos.
Los varones extendiendo la mano para hacerse notar ante el camión al final de la banqueta, portan seguros sus sacos obscuros, algunos otros sus camisas blancas y almidonadas, los más usan ropas menos elegantes dispuestas de la mejor forma para lucir ad hoc al entorno que les espera.
Todos parecen tener algo que hacer al despertar del día. Los niños que no están en las escuelas, sacan sus patines o la pelota, agradeciendo el motivo que les permitió gozar del sol de las nueve sobre su rostro, pues son completamente conscientes de la enrarecida atmosfera que se desprende de esa hora: la luz es más clara y más limpia como son más claros y limpios los semblantes en el transporte público y se pueden oler entremezclados el perfume o la colonia con el sudor nuevo que humedece los cuerpos andando de un lado para otro.
Los automóviles se mueven todos en la misma dirección, en procesión metálica inundan las calles, forman rápidos en las avenidas, corrientes inalterables o pequeños estanques humeantes con el primer mal humor de la mañana. Y dentro de estos cuadrúpedos mecánicos se escuchan las noticias, o la música, o un silencio solemne que acompaña a los seres mal encarados y resignados al retardo inevitable.
El mundo parece otro a las nueve de la mañana. Las personas corren dispuestas a esconderse en sus refugios laborales, preocupados por la manera de resolver de mejor forma el problema en la oficina, dejando la urbe libre el resto de las horas que anteceden a la tarde, a todos aquellos que nos detenemos a mirar el mundo, a correr en los circuitos llenos de tezontle de los parques y recorrer esas calles tan distintas de las calles alumbradas por el sol arrebolado del ocaso.
en mi experiecia prefiero los olores matutinos de las personas,aunque me guste mas la noche , no hay cosa mas desagradable que el perfume resultado de la jornada laboral en la estacion mas congestionada del metro.
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