jueves, 22 de octubre de 2009

El encuentro

La mañana extiende su frescura opaca sobre la ciudad nublada. La vista de la plaza de la soledad es perezosa a las siete treinta. Apenas se mira alguno que otro cruzar la explanada en aparente rumbo a su trabajo. Una mujer con más de cincuenta años encima se ha plantado en la esquina con un par de anafes y un par de ollas enormes y plateadas para vender tamales y atole. El aroma ha sido tan exquisito que no he podido evitar levantarme e ir a comprar una torta y champurrado, mismos que dispongo lento desde la banca en que la mañana me seduce con su aire estático.

Bajo este escenario espero el arribo de mi contacto, quien a pesar de haber concertado el encuentro a las seis cuarenta frente al atrio de la iglesia aun no ha llegado. Sin embargo no me disgusto, pues la situación me permite disfrutar la dinámica matutina tan peculiar de la colonia: para estos momentos la mayoría de los transeúntes que caminaban en aparente rumbo indefinido, parecen cruzar directamente hasta la iglesia en espera de la misa de las ocho. Yo sólo los miro pasar mientras termino el desayuno y al igual que ellos continuó con la espera propia.

Me descubro extraño al andar por estas calles a estas horas de la mañana. Hasta el día de hoy los encuentros se habían llevado a cabo por las noches y cerca de la casa. No obstante en la última llamada mencionó que habríamos de encontrarnos aquí desde hoy en adelante y tan sólo por las mañanas. Yo no he podido negarme a tales exigencias puesto que la marihuana que vende es de muy buena calidad y encontrar a alguien de confianza en estos días puede resultar un poco complicado. Uno debe llevar una buena relación con estos chicos y soportar sus caprichos para evitar caer en la molesta rutina de recorrer las calles y sus sombras en espera de algún vendedor que inspire un poco de la virtud mencionada.

Con la vista gris de aquel amanecer del mundo, reflexiono sobre el lugar elegido y con el afán de ignorar el detalle de la demora centro mi atención en un joven que se halla de pie frente a la iglesia. Lo miro sujetando entre sus manos un lazo amarillo que pareciera baja desde el cielo pero que tras seguir hasta su origen, descubro sólo pende de una de las torres. Tras escuchar un estruendo metálico caigo en la cuenta de que la tarea de aquel sujeto es hacer sonar el campanario en llamado de la misa próxima a efectuarse.

Ante el descubrimiento reciente deslizo la mirada hasta la plaza y sorprendido observo como algunas personas se han aglutinado ya alrededor de la señora provisora de mis alimentos matinales. Ella los atiende a todos como si tuviese cinco pares de brazos que sirven aquel brebaje sabor chocolate mientras corta bolillos y hace cuentas con sus más de treinta dedos disponibles. Nadie además de mi parece ser consciente del arduo trabajo realizado y todos parecen más preocupados por probar y acabar con aquel manjar de excesivos carbohidratos.

Después de un par de minutos más da inicio la misa. Yo a pesar de la impaciencia sigo sorprendido por la manera en que la mujer de los tamales se ha librado de cada uno de sus clientes y ahora descansa y hace cuentas metiendo el dinero en una bolsa: sacando billetes de un lado y encontrando monedas en otro. La mañana pasa de perezosa a confortable antes mis ojos y puedo ver como los devotos cercanos a la entrada se han hincado ante las plegarias del padre que profesa la ceremonia dentro del recinto enterrado al fondo de la plazoleta. Ipso facto centro la mirada en un sujeto que camina con paso lento en dirección hacia donde me encuentro. No he logrado reconocerle sino hasta que se ha puesto a unos pasos míos con la luz del día encima de sus facciones, luciendo así  sus gestos plenamente  adolecentes. Se sienta a mi lado. Efectuamos el intercambio. Al hacerlo presumimos nuestra manera cínica aprovechando que todos los ojos se han cerrado después de la segunda lectura.

Nos despedimos con la promesa entre risas de que dos semanas serán suficientes para volver a saludarnos. A su partida me quedo sentado asegurando bajo mi palma el pequeño bultillo reseco dentro de la bolsa de mi chamarra. Saco un pellizco y lo acerco hasta la nariz para percibir su aroma. El olor es agradable y un antojo tímido me invita emprender la partida para poder probarla en casa. Tras hacer un último recorrido del paisaje dominical con la mirada descubro como los feligreses comienzan a abandonar aquel recinto renacentista.

Yo doy la vuelta y dando la espalda a la iglesia me encamino a casa por la calle de la soledad. Después viro sobre anillo de circunvalación y mientras camino hacia el metro Merced algunas prostitutas con sus piernas largas bajo vestidos diminutos y algunas otras con medias que dibujan sus estrías bajo sus hilos brillantes, lanzan algunos siseos y chiflidos y carcajadas. Yo solo sonrío y me pierdo con mis pasos entre esos ruidos imaginando los placeres lúdicos que me esperan en casa entre brazos de la posesión recién adquirida.

1 comentario:

  1. En una ocasión en Playa Debora me enseño a un dealer de ahí, en ese momento recuerdo que pensé : "con ese dealer me aria adicto fácilmente" , era una chica, creo brasileña alta, rubia ,ya sabes tipo modelo,pero lo curioso es que también hacia sus negocios cerca de la iglesia o por lo menos ese día estaba ahí cerca.
    Leeremos el segundo encuentro dentro de 2 semanas? o antes? jajajjajajaj

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