miércoles, 14 de octubre de 2009

El accidente

Un lamento laso fue lo primero que escuché antes de poder abrir los ojos. Se repitió un par de veces: lento, distante, inequívoco. Después un silencio larguísimo: como si el tiempo se hubiese detenido abatiéndome en un sueño que dependiese de un leve movimiento de parpados para que terminase y que el mutismo tan desolador me impedía efectuar. Un par de voces sonaron en medio de la madrugada. La primera insistió en llamar una ambulancia, la otra, refutó que lo mejor sería marcharse.

Después el silencio inexorable se hizo presente una vez más. Mi hipotálamo se iluminó ámbar, y un semáforo con la luz preventiva apareció lastimando la memoria. Con los ojos aun cerrados percibí el motor de un automóvil y a un hombre reportando un accidente en la intersección de Sor Juana Inés de la Cruz y Santa Ma. La Ribera. De inmediato y como por generación espontanea, escuché nacer una multitud. Recuerdo haber pensado que quizás salieron de alguna alcantarilla o de por debajo de los autos y que como es costumbre en esos casos comenzaron a reunirse alrededor. Yo permanecí inmóvil, inconsciente del papel desempeñado en la escena que comenzaba a ser motivo de tal morbo.

No paso mucho tiempo antes de que los comentarios salieran disparados a pesar del desconocimiento de los hechos: “Pobre hombre” decían algunos… “La culpa ha sido suya por andar en ese estado” contestaban otros… Una voz solemne y lenta descubrió a un sujeto voyerista que comenzó a tomar fotografías… “Es periodista madre” lo justificó una voz como un sollozo cansado quizás de soportar la senectud incomprendida a pesar de los vínculos que le ligaban. Los comentarios seguían y ninguna autoridad o auxilio competente se hacía presente.

Nuevamente surgió en mí la curiosidad por reconocerme parte de semejante espectáculo, sentí el cemento frío bajo mi espalda y una sospecha paranoica comenzó a formarse con mis pensamientos. La ansiedad me recorría mientras permanecía inmóvil, recordando por fin haber cruzado la avenida pero con la amnesia total de haber llegado al otro lado.

De pronto se hizo escuchar una sirena y el bullicio se desató como una llama que por fin consiguiese dar el salto para convertirse en un incendio incontenible. Una voz pidió que los presentes se alejaran. Yo, dolorido, tras la voz por fin abrí los parpados. “¡Está vivo!” exclamó alguna mujer, y un par de policías aparecieron de inmediato delante del cielo negro que se había mostrado ante mis ojos. Detrás de ellos, un hombre con el susto impreso en el ceño preguntó cómo me sentía. No conteste nada pues apenas era consciente de lo que estaba sucediendo. Los policías sin embargo insistieron en el cuestionario y como me fue posible expresé estar desorientado. Hablaron entre ellos y yo los miré desde el fondo del piso, como desde un pozo profundo en el cual lucían altísimos, iguales a gigantes azules y alargados que se fundían hasta el techo negro carente de estrellas y de luna.

Tras unos minutos sentí unos dedos hacerse espacio por debajo de mi cuerpo tendido en el asfalto, después como un espejismo aparecieron varios rostros y me movieron hasta llegar a la acera. Una vez ahí, intenté sacudirme, pero una voz severa me indicó no hacerlo hasta que llegara la ambulancia. Por un momento consideré obedecerla, pero acto seguido levanté el torso hasta quedar sentado en medio de la gente. El sujeto que había mirado detrás de los guardias, se acercó interesadamente. Se disculpó de inmediato y volvió a preguntar por mi estado. Lo reconocí causante de la desconcertante situación en la que estaba, y tras sobar con las manos el cuello y sacar el pecho enderezando la espalda contesté que estaba bien. El soltó un suspiro de alivio y me explicó que no había visto por donde había aparecido y que tan solo me vio cuando rodaba a través del parabrisas hasta caer en seco detrás del automóvil.

Limpié un poco de sangre que emanaba de mi cabeza tras el impacto. Volviendo a hacer caso omiso de las recomendaciones me puse en pie y miré para todos lados. Vi una cantina la cual supuse culpable de las acusaciones infundadas que habían surgido instantes previos. Después vi acercarse la ambulancia sobre la calle de Santa maría mientras la gente que se había reunido poco a poco comenzaba a disiparse.

Los paramédicos hicieron una revisión rápida y entre risas, limpiando con gasas la cortada en mi cabeza. Después me llevaron ante las autoridades competentes para hacer la declaración de lo sucedido, según me explicaron los oficiales, porque se había hecho uso de un vehículo de la cruz roja y había que justificarlo. Una vez ahí, vi a mi “agresor” saludar a todo aquel que se apareció en el lugar, en donde tras pasar de escritorio en escritorio el resto de la madrugada, ya nadie pudo escuchar la risible sentencia de pagar el parabrisas del automóvil, al judicial que me había atropellado.



2 comentarios:

  1. Espero no seas protagonista de otro espectáculo como este amigo,aunque las palabras adornan la experiencia no me imaginaba que cuando me dijiste que querían que pagaras el parabrisas fuera algo tan serio,pero lo importante es que estés bien.
    Y que tal los que decían que por ir en ese estado? no ibas con alcohol,pero ibas bien? jeje bueno ahí me cuentas luego.

    ResponderEliminar
  2. TAL VEZ EL POBRE JUDICIAL IBA ENCUBIERTO A REALIZAR UNA DE ESAS COSAS QUE REALIZAN ELLOS CUANDO ANDAN ENCUBIERTOS....

    Y TU ESTROPEASTE SU MISIÓN...


    ESTÁS EN DEUDA CON LA NACIÓN

    ResponderEliminar

Anexo para difusión